23/10/2010
"El señor de las moscas", de William Golding
El señor de las moscas
Golding, William
Alianza Editorial
Es desasosegante este libro. ¿Tan poco común es el sentido común? La conclusión que saco es que la civilización, consecuencia del vivir en sociedad, con y para los demás, nos hace más hombres. No es una imposición, sino una consecuencia natural, es decir, propia de nuestra naturaleza humana. Le pongo un 8.
Copio un comentario de Alfredo Cruz, publicado en Nuestro Tiempo, que lo resume muy bien.
El Señor de las moscas puede ser entendida como una áspera y contundente respuesta a quienes todavía sospechen que es la sociedad la que corrompe al hombre. Un grupo de niños solos, sin ningún adulto, arrojados en una isla perdida a causa de un accidente aéreo, sirven de cobayas para el experimento humano que William Golding lleva a cabo al escribir la novela. Inicialmente, todo es armonía, cooperación entusiasta y gozosa camaradería. Las salpicaduras de “inocente” rudeza infantil no ensombrecen el panorama ni tienen mayor importancia –¡cosas de críos! diría cualquiera– mientras la herencia de civilización recibida sigue ejerciendo su autoridad y su efecto de contención en las mentes infantiles de los protagonistas. Pero poco a poco se produce una inquietante metamorfosis. La simpática escena de unos críos jugando a ser mayores evoluciona inexorablemente hacia el paroxismo de la barbarie y la brutalidad. ¿Cómo es posible que los mismos niños que pedían tener reglas, muchas reglas, como los mayores, acaben gritando frenéticamente “!Mata a la fiera, pártele el cráneo, córtale el cuello, derrama su sangre!”? Pero la verdadera e incómoda pregunta es esta otra: ¿por qué nos sorprende más lo segundo que lo primero? Esta evolución perturba y desazona al lector porque adivina hacia donde se dirige pero no acaba de ver cómo podría detenerse. Todo el proceso está gobernado por una dialéctica de alternativas superpuestas: vivir para la esperanza de ser rescatados, o hacer de la situación salvaje la norma del propio vivir; reproducir en miniatura el mundo familiar y protector que se añora, o entregarse al atractivo de la alegría salvaje, de la fuerza indómita y desafiante; vencer los miedos imaginarios y postular responsablemente que la Naturaleza es amiga, o sucumbir a la sugestión de estar bajo una amenaza monstruosa. Y la balanza se inclina sin remedio hacia el segundo término de estos binomios. Cuanto más terreno gana el miedo, más sentido y valor adquiere la fuerza brutal del que sabe contestar a lo salvaje en su propia lengua. Desde su mismo ápice, cuando ya parece incontenible, la barbarie se derrumba de golpe ante una inesperada visión: una gorra, un revólver, una lancha, una metralleta. Todo se para. Caen los gritos... y las lanzas. Por fin, estamos en casa. ¿Es cierto que la civilización no le debe nada al temor?
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