Así opina Leopoldo Abadía sobre esta crisis. La explica para el ciudadano de a pie, y da soluciones también para el ciudadano de a pie. Es un poco larga, pero se lee rápido porque es muy sencilla. Vale la pena.
Las lecciones de la crisis
Leopoldo Abadía [Profesor, escritor y experto en política de empresa. Autor de los libros La crisis ninja y ¿Qué hace una persona como tú en una crisis como esta?]
La actual situación parece complicada. Digo “parece” porque, quizá, con un poco de criterio y otro poco de sentido común, no es tan complicada, o, por lo menos, es más fácil de entender.
En primer lugar, hay una cosa buena: somos menos pueblerinos. Hace unos años me bastaba con saber lo que pasaba en mi calle. Ahora me tengo que enterar de lo que pasa en el mundo. Porque el mundo está totalmente interrelacionado y, con la revolución de las comunicaciones, todos nos hemos acercado.
“La aldea global”, que, en teoría, nos gusta mucho, obliga a pensar y a actuar globalmente. Ahora, en mi aldea, los barrios se llaman Bruselas, Washington, etcétera, y los alcaldes de barrio son Durao Barroso, Christine Lagarde y así. En lugar de la Caja de Ahorros de mi pueblo está el Banco Central Europeo. Me han cambiado el mapa.
El nuevo mapa exige nuevos tipos de personas. Lo de hablar en inglés ahora ya no es recomendable; es obligatorio. Cuando digo “hablar” en inglés, quiero decir “pensar” en inglés, no como hacemos algunos, que pensamos en castellano y luego traducimos.
Se exige que este nuevo tipo de personas sepa que su mercado es el mundo. Cuando un chaval de 25 años te dice que no encuentra trabajo, hay que preguntarle si ha buscado en Tennessee o en Henan, en la China profunda, cerca (¿?) de Vladivostok.
Ese chaval o esa chavala se tendrán que casar con personas que sepan que tienen que vivir en el mundo y que el mundo no está necesariamente al lado de la casa de sus papás.
Una crisis de “decencia”
Estamos en un momento de cambio personal, interno, al que algunos no querrán o no sabrán llegar. Esto ha sucedido siempre. Lo que pasa es que estoy convencido de que, ahora, quien no se adapte puede quedar gravemente (y definitivamente) fuera del mercado.
En ese cambio personal, hay que tener en cuenta un punto fundamental: estamos en una crisis de decencia. Suelo utilizar esta palabra, porque me parece que, para la mayoría de la gente, tiene un significado más claro que el de la palabra “ética”, a la que se le han puesto tantos apellidos (ética empresarial, deportiva, de izquierdas, de derechas…), que podemos llegar a la conclusión de que hay muchas éticas. Y aún peor, de que yo puedo ser muy ético, según de qué hablemos: muy ético con mi familia, pero muy poco ético con mis subordinados, etcétera.
Yo creo que sólo hay una ética, si nos atenemos a la definición del diccionario: “Parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre”. Definición que no dice que la moral y las obligaciones son del hombre en cuanto trabaja en una empresa, en cuanto está con su familia o en cuanto juega al fútbol. Dice “obligaciones del hombre”. Y punto.
Por eso, en las conferencias, yo empecé hablando de “LA ética”, pero me di cuenta de que muchos esperaban el adjetivo detrás de la palabra. Y no hay adjetivo.
Y entonces, decidí cambiar la palabra “ética” por la palabra “decencia”, que seguramente es menos exacta, pero que he comprobado que se entiende mejor.
Del “todo vale”, al “vale todo”
Lo de la crisis de decencia equivale a decir que, cuando se juega al “todo vale”, quiere decir que “vale todo” y que, si cada uno quiere jugar con sus reglas y no con LAS reglas, el batacazo puede ser —ha sido— espectacular.
Lo de las personas es lo básico. Todo lo que pasa —ahora y siempre— es consecuencia de actos de personas, no de sombras que se mueven y que nos van golpeando sin que sepamos cómo.
Hay que entender lo de las sombras.
En primer lugar nos tenemos que dar cuenta de que llevamos 10 años de problemas serios, en los que se ha desarrollado un proceso muy simple:
1. La Reserva Federal Americana bajó mucho los tipos de interés.
2. Los bancos norteamericanos —y algunos no tan norteamericanos— hicieron el loco con aquellas famosas hipotecas subprime.
3. Paralelamente, los bancos españoles hicieron el loco con los negocios inmobiliarios.
4. Paralelamente, todos hemos vivido en la “cultura del apalancamiento”. Es decir:
a. En mi familia, yo ingreso 100 y gasto 250.
b. Soporto la diferencia con un crédito de 150, que vence dentro de un año.
c. El año próximo ingreso 125 (me han ido mejor las cosas) y gasto 380 (me he animado más).
d. Ese mismo año tengo que devolver el crédito del año pasado (150).
e. Con otro crédito nuevo, ahora soporto:
i. El crédito del año pasado, 150.
ii. La diferencia entre 380 y 125 = 255, de este año.
iii. O sea, 405, en total.
f. Estos créditos generan intereses, como es natural. Intereses que pago con nuevos créditos.
5. Llega un momento —ya ha llegado— en el que, con las tonterías de unos (sistema financiero) y las de otros (nosotros), el grado de deuda, privada y pública, es enorme.
6. Para no quedarse atrás, los Estados han hecho lo mismo, y necesitan dinero. Para eso “han emitido deuda” (o sea, han pedido dinero prestado) y alguien se las ha comprado (les ha prestado dinero).
7. Por las razones que sean, unos Estados son más de fiar que otros. Alemania es más de fiar que España. Por eso, Alemania tiene que ofrecer menos intereses para que le compren su deuda, o sea, para que le presten dinero.
8. España tiene que ofrecer más. La diferencia entre lo que tiene que pagar España y lo que tiene que pagar Alemania es la famosa y malvada prima de riesgo, que nos lleva a mal traer.
Mientras tanto, los bancos no se fían unos de otros, y con razón. Porque, en su activo, tienen hipotecas subprime, viviendas que se han quedado porque no les pagaban las hipotecas y deuda de los Estados (Deuda Soberana, le llaman, aunque de soberana, poco), que tampoco es para presumir.
Y, por si acaso, euro que les llega, euro que se quedan, para “reforzar” su balance, como haríamos cualquiera de nosotros si debiéramos mucho dinero y no tuviéramos con qué pagar.
Y las empresas normales se quejan de que no les dan crédito, y las personas normales, de lo mismo.
Y las personas salen a la calle para ver escaparates (“Para educar el gusto”, dice una amiga mía), pero no para comprar, porque no tienen dinero. Y las empresas no venden y despiden personas.
Cuando las cosas van así, en una familia se reúne el matrimonio con los hijos mayores y dicen: “Nos hemos pasado. Hay que echar marcha atrás”. Y viene el desapalancamiento, o sea, menos endeudamiento nuevo (porque algo sí que hará falta) y amortización, poco a poco, del endeudamiento viejo. Y, si nos dan un poco de tiempo, y tenemos cabeza, el asunto se arregla, pasándolo mal, por supuesto, y diciendo que ahora viene la época de la austeridad, en lugar de decir que vuelve la época del sentido común, o sea, de gastar con la cabeza.
El gastar con la cabeza, en el Estado (incluyo las autonomías, como es natural), se traduce en que hay que reducir el déficit, o sea, la diferencia entre gastos e ingresos. Eso se hace de dos maneras: aumentando los ingresos y disminuyendo los gastos.
Aumentar los ingresos se puede hacer:
1. Subiendo los impuestos, cosa que no nos hace ninguna gracia.
2. Privatizando algo, o sea, vendiéndolo (si se puede, porque no siempre nos lo compran al precio que nos gustaría, como se acaba de ver con la frustrada salida a Bolsa de Loterías y Apuestas del Estado).
Bajar los gastos se puede hacer de muchas maneras, pero siempre se traduce en que nos dicen que ya no tenemos derecho a muchas cosas a las que creíamos que lo teníamos.
Y no hay más. Si el desapalancamiento se hace de golpe, el sufrimiento es terrible. Y la gente sale a la calle, porque no es que les reduzcan el Estado del Bienestar, al que ya se habían acostumbrado (a lo bueno y a lo cómodo uno se acostumbra enseguida y luego, lo exige): es que se empiezan a quedar sin comer, y eso es mucho peor.
Por eso, me parece que los gobernantes tienen que hacer un ejercicio de “sutileza financiera”. O sea, nuevo endeudamiento (menos, pero lo suficiente como para poder comer), menos gastos (con un cierto “apretón”, pero sin asfixiar a la gente), y así, sucesivamente, hasta que la situación, en unos años, se estabilice.
Esto exige a los gobernantes una definición clara de prioridades. Cuando veo que hay personas que salen a la calle quejándose de recortes en la sanidad o en la educación, pienso que no tienen que quejarse de eso. Tienen que quejarse de que ese dinero —porque, destinado a gasto o a inversión, no hay más que un dinero— se haya tirado en cosas innecesarias o en cosas que, siendo convenientes, pueden, y deben, esperar.
Los gobernantes tienen que explicar esto muy claramente. El Gobierno no tiene que hablar con cien voces, cada uno diciendo lo bien que lo hace.
Muchas veces he oído hablar de las charlas junto a la chimenea de Franklin D. Roosevelt. No he visto ninguna, pero yo agradecería que el presidente del Gobierno, sin papeles, quizá con un poco de ayuda del teleprompter, nos dijera quincenalmente durante unos minutos (pocos) cómo iban las cosas y qué estaba haciendo para irlas arreglando, poco a poco. Y qué prioridades se había marcado.
No sirve de nada decir la culpa fue de no sé quién
La situación es mala, en Europa y en Estados Unidos.
El Fondo Monetario Internacional ha dicho que “la economía mundial ha entrado en una fase peligrosa”, porque se unen el tema de las deudas soberanas y el riesgo que corren los bancos.
El 29 de septiembre, el Bundestag aprobó la ampliación del Fondo de Rescate a 440.000 millones de euros. Pero no nos engañemos. Son parches con la misma filosofía de siempre: deuda, créditos, más deuda, más créditos…De “sutileza financiera”, nada. Rudimentariedad de la buena.
Hemos hecho el tonto todo lo que hemos podido. Y ha habido mucho sinvergüenza suelto. Y lo sigue habiendo. Pero tenemos que hacernos mayores. Eso quiere decir, entre otras cosas:
1. Entender lo que nos dicen y pensar: “Esto es bueno, esto es malo. Esto me lo creo. Esto no me lo creo”. O sea, tener criterio.
2. Saber que, cuando un sinvergüenza nos ofrece algo, si no lo entendemos, hay que rechazarlo. Un millón de personas sin estudios económicos rechazando un millón de propuestas ininteligibles harán que algún sinvergüenza se lo piense.
3. Saber que, si me meto por el camino del “todo vale”, no puedo quejarme el día en que el “todo vale” me golpee a mí.
Pido borrón y cuenta nueva. Sabiendo que heredamos cuentas viejas, pero que no sirve de nada decir que la culpa fue de no sé quién.
Y, por favor, vamos a hacer caso de lo que ha propuesto la Defensora del Pueblo en funciones: que hay que tipificar como delito el despilfarro. Porque aquí, en España, se han hecho muchas locuras. Y a ver cómo las digerimos.
Pero locuras nuevas, las menos posibles, por favor. O sea, ninguna.
Fuente: Nuestro Tiempo