Me ha parecido muy esclarecedor este artículo de Navarro Valls, médico psiquiatra y periodista, sobre este tema tan candente en los media en la actualidad. La negrita es mía, para facilitar su lectura en diagonal.
En las dos últimas semanas los medios han llenado el espacio público con la dolorosa y destructiva realidad de los casos criminales de pedofilia.
La acusación se ha ido levantando progresivamente como consecuencia de una serie de revelaciones provenientes de diversos países europeos, tocantes a casos de abusos sexuales perpetrados a menores por parte de sacerdotes. Leyendo las informaciones parece incluso que se trate de un “scoop” gigantesco, y que ahora –gracias a estas geniales revelaciones- esté emergiendo un sotobosque podrido en el seno de la Iglesia católica.
Ciertamente, en Austria, en Alemania y en Irlanda, como en casi todos los países en los que hay una presencia consistente de escuelas y organizaciones educativas eclesiásticas, ha habido fenómenos criminales graves de violaciones de la dignidad de la infancia. El hecho es conocido. Y no es casualidad que en el Vía Crucis de 2005, el entonces cardenal Joseph Ratzinger no usara medias palabras cuando revelaba con disgusto: «!Cuánta suciedad hay en la Iglesia! Incluso entre quienes, en el sacerdocio, deberían pertenecer completamente a Jesús. ¡Cuánta soberbia! ¡Cuánta autosuficiencia!». Quizá lo hemos olvidado. Por tanto, se puede sin temor a un desmentido revelar que el problema existe en la Iglesia, es conocido por la Iglesia, y ha sido y será más adelante afrontado con decisión por parte de la misma Iglesia en el futuro.
Con todo, vamos a intentar reflexionar por un momento sobre la manifestación de la pedofilia en sí misma. Desde mi experiencia como médico puedo evidenciar algunos datos importantes, útiles para entender la gravedad y la difusión del problema.
Las estadísticas más acreditadas son elocuentes. Certifican que 1 chica de cada 3 ha sufrido abusos sexuales, y que 1 chico de cada 5 ha sido objeto de actos de violencia. El hecho verdaderamente inquietante, divulgado no sólo en las publicaciones científicas sino incluso en la CNN, nos dice que el porcentaje de quienes –según una muestra representativa de la población- han molestado sexualmente a un niño se mueve entre el 1 y el 5%. Es decir, una cifra impresionante.
Los actos de pedofilia han sido llevados a cabo por parte de los padres o de parientes cercanos. Hermanos, hermanas, madres, “canguros” o tíos, son los abusadores más comunes de los niños. Según el departamento de Justicia estadounidense casi todos los pedófilos acusados por la policía eran varones en un 90% de los casos. Según Diana Russell, el 90% de los abusos sexuales se lleva a cabo por personas que tienen conocimiento directo de las pequeñas víctimas, y permanecen dentro de la complicidad familiar.
Un aspecto destacado, por desgracia, es que en el 60% de los casos de violencia, quienes la sufren tienen menos de 12 años, y en la inmensa mayoría de los casos los abusadores son personas de sexo masculino y con parentesco de sangre con las víctimas.
Estas estadísticas muestran, por tanto, un cuadro claro y más bien amplio de la práctica de la violencia sobre la infancia. Teniendo en cuenta que estos datos se refieren únicamente a los hechos denunciados, patentes o de todos modos conocidos, podemos fácilmente imaginar la magnitud del dramatismo que se esconde tras esta realidad, aún más difundida en países que por razones culturales no consideran nítidamente que esta violencia sea una obscenidad aberrante.
Con esto, dirigir la atención exclusivamente sobre quienes de modo evidente pueden inscribirse en la categoría general de abusadores sexuales, siendo sin embargo sacerdotes, puede ser verdaderamente una desviación del asunto. En este caso, en efecto, el porcentaje desciende hasta convertirse en un fenómeno estadísticamente mínimo.
Cierto que nada podrá apartar los sentimientos y la vergüenza que se siente ante estas revelaciones recientes referidas a la Iglesia, incluso aunque se refieran a hechos sucedidos hace decenios y probablemente cubiertos con gravísimas formas de complicidad. Podemos estar seguros, partiendo de la carta pastoral a Irlanda, de la semana pasada, de que Benedicto XVI tomará todas las medidas que serán necesarias para expeler a los culpables y juzgarlos sobre los crímenes reales cometidos por las personas implicadas.
¿Por qué no debería hacerlo? ¿Qué utilidad tendría eso?
De todos modos, evitemos caer en la trampa de la hipocresía, sobre todo al estilo de la puesta recientemente en escena por el New York Times al referir el caso del reverendo Murphy. Porque ahí, la autora del artículo no valora, ni saca consecuencias, ni señala con relieve adecuado, el hecho de que la policía –que había recibido denuncias al respecto- lo había dejado libre como inocente.
¿Hay algún Estado que ha hecho una investigación en profundidad sobre este tremendo fenómeno, tomando medidas claras y explícitas –incluso preventivas- contra los abusos de pedofilia que hay entre los propios ciudadanos, en las familias, o en las instituciones educativas públicas? ¿Qué otra confesión religiosa se ha movido para desemboscar, denunciar y asumir públicamente el problema, sacándolo a la luz y persiguiéndolo explícitamente?
Evitemos, sobre todo, la insinceridad: la de concentrarnos sobre el limitado número de casos de pedofilia verificados en la Iglesia católica, sin abrir en cambio los ojos ante el drama de la infancia violada y abusada demasiado a menudo y por todas partes, pero sin escándalos.
Si deseamos combatir los delitos sexuales sobre los menores, al menos en nuestras sociedades democráticas, entonces debemos evitar ensuciarnos la conciencia, mirando exclusivamente hacia donde el fenómeno se produce con gravedad moral quizá incluso mayor, pero en medida ciertamente menor.
Antes de poder juzgar a quien hace algo, se debería tener los redaños y la honestidad de reconocer que no se está haciendo lo suficiente. Y procurar hacer algo semejante a lo que está haciendo el Papa. Si no es así, sería mejor dejar de hablar de pedofilia y comenzar a discutir acerca de la fobia furibunda desencadenada contra la Iglesia católica. Esta última acción, en efecto, parece hecha con gran habilidad y con escrúpulo meticuloso en la investigación, y –sin embargo- con evidente mala fe.