11/05/2010

Najwa y su hiyab

Interesante artículo de Andrés Ollero, que transcribo íntegro. ¡Qué importante es ir a la raíz!

 El torero, salvo que vaya a tomar o confirmar la alternativa, hace el paseíllo con la montera bien asentada en sus sienes con aire nada sumiso. Sólo en señal de duelo lo haría destocado. El modo de cubrir o no la cabeza ha jugado siempre un notable papel entre las normas de urbanidad que regulan la convivencia.

A Najwa, una adolescente musulmana, se le pretende prohibir, por ir tocada con un pañuelo islámico, el acceso a su centro escolar; su reglamento interno excluye al parecer el uso de gorras susceptibles de identificar pandillas juveniles. Oigo por la radio a una madre de alumno, sin duda bienpensante, clamar emulando al «Ronquillo»; exige que no se reforme el reglamento, esgrimiendo el clásico «aquí, o todos o ninguno».

Para empezar, parece obligado recordar que hablamos de derechos. No se trata de si la niña quiere o no llevar el pañuelo, sino de si tiene o no derecho a hacerlo. Habrá luego que considerar si se trata de un eventual derecho subjetivo otorgado por vía legislativa o de un derecho fundamental, que sólo puede verse desarrollado por una ley que respete su contenido esencial. Bastaría con ello para constatar la sarta de disparates que han ido surgiendo de los tendidos.

De un derecho fundamental no se es titular cuando a los demás les parece bien. No somos humanos a partir de la semana que decida la mayoría, ni podemos ejercer la libertad religiosa cuando y como a la mayoría le parezca bien. No hay que ser musulmán para distinguir entre un hiyab y una gorra. Afirmar, como se ha dicho en Andalucía, que en cada caso se decidirá si se puede o no entrar con velo equivale a atribuir a los centros competencias legislativas, lo que supone un despropósito. Por otra parte, no hace falta alguna reformar el reglamento de su centro escolar para que Najwa pueda acceder a él; basta con algo tan elemental como proceder interpretarlo, como cualquier otra norma, en el marco de la Constitución; o sea, de la manera más favorable a los derechos en ella reconocidos.

Surgen, sin embargo, otras voces desde los tendidos: no estaríamos ante un símbolo religioso, sino ante una intolerable muestra de sometimiento femenino. La cuestión es tan polémica como peliaguda. ¿Quién debe establecer el sentido de un símbolo? ¿El que lo usa o quienes le observan? En la medida en que esa negativa interpretación semántica tuviese fundamento, sería más razonable que a Najwa se la educara de tal modo en la importancia de la autonomía femenina como para que ella misma, si se sintiera ahogada por el velo, se lo acabara quitando. Renunciar a educarla, o desviarla a otro centro donde le concedan graciosamente lo que en justicia es su derecho, es el mejor modo de deseducar cívicamente a sus compañeros.

Desde el Gobierno se sigue mostrando una pueril alergia a lo religioso. En vez de reconocer que es el derecho fundamental a la libertad religiosa lo que obliga a interpretar que el hiyab no es una gorra sin visera, se descuelgan con que debe primar el derecho a la educación; pero esto sí obligaría a modificar el reglamento y convertiría en intachables las gorras. Todo antes que suscribir nuestra constitucional «laicidad positiva», que justifica un deber de cooperación con las manifestaciones religiosas y quienes las encarnan. Enfrente, una derecha hirsuta juega al Guerrero del Antifaz, para que los laicistas de turno se carguen de razón: una vez que Najwa haga el paseíllo destocada, una novicia asiática animada por sus superioras a completar estudios, no podría acceder a ese mismo centro con la toca sin generar una burda discriminación por motivos religiosos. Inteligente resultado: religión civil para todos por decreto.